viernes, 8 de agosto de 2008

diatriva contra el deportista



Entiendo que usted corre con tabla hawaiana en las encrespadas olas del Pacífico en el verano, en los inviernos se desliza en esquí por las pistas chilenas de Portillo y las argentinas de Bariloche (ya que los Andes peruanos no permiten esas rosqueterías), suda todas las mañanas en el gimnasio haciendo aeróbicos, o corriendo en pistas de atletismo, o por parques y calles, ceñido en un buzo térmico que le frunce el culo y la barriga como los corsés de antaño asfixiaban a nuestras abuelas, y no se pierde partido de la selección nacional, ni el clásico Alianza Lima versus Universitario de Deportes, ni campeonato de boxeo por el título sudamericano, latinoamericano, estadounidense, europeo o mundial, ocasiones en que, atornillado frente a la pantalla del televisor y amenizado de espectáculo con tragos de cerveza, cubalibres o whisky a las rocas, se desgañita, congestiona, aúlla, gesticula o deprime las victorias o fracasos de sus ídolos, como corresponde al hincha antonomástico. Razones sobradas, señor, para que yo confirme mis peores sospechas sobre el mundo en que vivimos y lo tenga a usted por un descerebrado, cacaseno y subnormal (uso la primera y tercera expresión como metáfora; la del medio, en sentido literal.)

Si, efectivamente, en su atrofiado intelecto se ha hecho la luz: tengo a la práctica de los deportes en general, y al culto a la práctica de los deportes en particular, por formas extremas de la imbecilidad que acercan al ser humano al carnero, las ocas y la hormiga, tres instancias agravadas por el gregarismo animal. Calme usted sus ansias cachacanistas de triturarme, y escuche, ya hablaremos de los griegos y del hipócrita mens sana in corpore sano dentro de un momento. Antes, debo decirle que los únicos deportes a los que exonero de la picota son los de mesa (excluido el ping-pong) y de cama (incluida, por supuesto, la masturbación). A los otros, la cultura contemporánea los ha convertido en obstáculos para el desenvolvimiento del espíritu, la sensibilidad y la imaginación (y, por tanto, del placer). Pero, sobre todo, de la conciencia y la libertad individual. Nada ha contribuido tanto en este tiempo, más aún que las ideologías y religiones, a promover el despreciable hombre-masa, el robot de condicionados reflejos, a la resurrección de la cultura del primate de tatuaje y taparrabos emboscados detrás de la fachada de la modernidad, como la divinización de los ejercicios y juegos físicos operada por la sociedad de nuestros días.

Ahora, podemos hablar de los griegos, para que no me joda más con Platón y Aristóteles. Pero le prevengo, el espectáculo de los efebos atenienses untándose de ungüentos en el Gymnasium antes de medir su destreza física, o lanzando el disco y la jabalina bajo el purísimo azul cielo egeo, no vendrá en su ayuda sino a hundirlo más en la ignorancia, bobalicón de músculos endurecidos a expensas de su caudal de testosterona y desplome de su IQ. Solo los pelotazos del fútbol o los puñetazos del boxeo o las ruedas autistas del ciclismo y la prematura demencia senil (¿además de la merma sexual, incontinencia e impotencia?) que ellos suelen provocar, explica la pretensión de establecer una línea de continuidad entre los entunicados fedros de Platón frotándose de resinas después de sus sensuales y filosóficas demostraciones físicas, y las hordas beodas que rugen en las tribunas de los estadios modernos (antes de incendiarlas) en los partidos de fútbol contemporáneos, donde veintidós payasos desindividualizados por uniformes de colorines, agitándose en el rectángulo de césped detrás de una pelota, sirven de pretexto para exhibicionismos de irracionalidad colectiva.

El deporte, cuando Platón, era un medio, no un fin, como ha tornado a ser en estos tiempos municipalizados de la vida. Servía para enriquecer el placer de los humanos (el masculino, pues las mujeres no lo practicaban), estimulándolo y prolongándolo con la representación de un cuerpo hermoso, tenso, desgrasado, proporcionado y armonioso, e incitándolo con la calistenia pre-erótica de uno movimientos, posturas, roces, exhibiciones corporales, ejercicios, danzas, tocamientos, que inflamaban los deseos hasta catapultar a participantes y espectadores en el acoplamiento. Que éstos fueran eminentemente homosexuales no añade ni quita coma a mi argumentación, como tampoco que, en el dominio del sexo, el suscrito sea aburridamente ortodoxo y sólo ame a las mujeres -por lo demás, a una sola mujer-, totalmente inapetente para la pederasta activa o pasiva. Entiéndame, no objeto nada de lo que hacen los gays. Celebro que la pasen bien y los apuntalo en sus campañas contra las leyes que los discriminan. No puedo acompañarlos más allá, por una cuestión práctica. Nada relativo al quevedesco "ojo del culo" me divierte. La Naturaleza, o Dios, si existe y pierde su tiempo en estas cosas, ha hecho de ese secreto ojal el orificio más sensible de todos los que me horadan. El supositorio lo hiere y el vitoque de la lavativa lo ensangrenta (me lo introdujeron una vez, en período de constipación empecinada, y fue terrible) de modo que la idea de que haya bípedos a los que entretenga alojar allí un cilindro viril me produce una espantada admiración. Estoy seguro de que, en mi caso, además de alaridos, experimentaría un verdadero cataclismo psicosomático con la inserción, en el delicado conducto de marras, de una verga viva, aun siendo esta de pigmeo. El único puñete que he dado en mi vida lo encajó un médico que, sin prevenirme y con el pretexto de averiguar si tenía apendicitis, intentó sobre mi persona una tortura camuflada con la etiqueta científica de "tacto rectal". Pese a ello, estoy teóricamente a favor de que los seres humanos hagan el amor al derecho y al revés, solos o por parejas o en promiscuos contubernios (ajjjj), de que los hombre copulen con hombres y las mujeres con mujeres y ambos con patos, perros, sandías plátanos, o melones y todas las asquerosidades imaginables si las hacen de común acuerdo y en pos del placer, no de la reproducción, accidente del sexo al que cabe resignarse como un mal menor, pero de ninguna manera santificar como justificación de la fiesta carnal (esta imbecilidad de la Iglesia me exaspera tanto como un match del basquet). Retomando el hilo perdido, aquella imagen de los vejetes helenos, sabios filósofos, augustos legisladores, aguerridos generales o sumos sacerdotes yendo a los gimnasios a desentumecer su líbido con la visión de los jóvenes discóbolos, luchadores, marathonistas o jabalinistas, me conmueve. Ese género de deporte, celestino del deseo, lo condeno y no vacilaría en practicarlo, si mi salud, edad, sentido del ridículo y disponibilidad horaria, lo permitieran.

Hay otro caso, más remoto todavía para el ámbito cultural nuestro (no sé por qué lo incluyo a usted en esa confraternidad, ya que a fuerza de patadones y cabezados futboleros, sudores ciclísticos o contrasueletazos karatekas se ha excluido de ella) en que el deporta tiene también cierta disculpa. Cuando, practicándolo, el ser humano trasciende su condición animal, toca lo sagrado y se eleva a un plano de intensa espiritualidad. Si se empeña en que usemos la arriesgada palabra mística, sea. Obviamente, esos casos, ya muy raros, de los que es exótica reminiscencia el sacrificado luchador de sumo japonés, cebado desde niño con una feroz sopa vegetariana que lo elefanta y condena a morir con el corazón reventado antes de los cuarenta y a pasarse la vida tratando de no ser expulsado por otra montaña de carne como él fuera del pequeño círculo mágico en el que está confinada su vida, son inasimilables a los de esos ídolos de pacotilla que la sociedad postindustrial llama "mártires del deporte". ¿Dónde está el heroísmo en hacerse mazamorra al volante de un bólido con motores que hacen el trabajo por el humano o en retroceder de ser pensante a débil mental de sesos y testículos apachurrados por la práctica de atajar o meter goles a destajo, para que unas muchedumbres insanas se desexualicen con eyaculaciones de egolatría colectivista a cada tanto marcado? Al hombre actual, los ejercicios y competencias físicas llamadas deportes, no lo acercan a lo sagrado y religioso, lo apartan del espíritu y lo embrutecen, saciando sus instintos más innobles: la vocación tribal, el machismo, la voluntad de dominio, la disolución del yo individual en lo amorfo gregario.

No conozco mentira más abyecta que la expresión que se alecciona a los niños: "Mente sana en cuerpo sano". ¿Quién ha dicho que una mente sana es un ideal deseable?. "Sana" quiere decir, en este caso tonta, convencional, sin imaginación y sin malicia, adocenada por estereotipos de la moral establecida y de la religión oficial. ¿Mente "sana", eso? Mente conformista, de beata, de notario, de asegurador, de monaguillo, de virgen y de boyscout. Eso no es salud, es tara Una vida mental rica y propia exige curiosidad, malicia, fantasía y deseos insatisfechos, es decir, imágenes prohibidas, apetitos que induzcan a explorar lo desconocido y renovar lo conocido, desacatos sistemáticos a las ideas heredadas, los conocimientos manoseados y los valores en boga.

Ahora bien, tampoco es cierto que la práctica de los deportes en nuestra época cree mentes sanas en el sentido banal del término. Ocurre lo contrario, y lo saber mejor tú que nadie, que, por ganar los cien metros planos el domingo, meterías arsénico y cianuro en la sopa de tu competidor y te tragarías todos los estupefacientes vegetales, químicos o mágicos que te garanticen la victoria, y corromperías a los árbitros o los chantajearías a tus adversarios, y que vives neurotizado por la fijación en la victoria, el récord, la medalla, el podium, algo que ha hecho de ti, un nervioso, un histérico, un psicópata, en el polo opuesto de ese ser sociable, generoso, altruista, "sano", al que quiere aludir el imbécil que se atreve todavía a emplear la expresión "espíritu deportivo" en el sentido de noble atleta cargado de virtudes civiles, cuando lo que se agazapa tras ella es un asesino potencial dispuesto a exterminar árbitros, achicharrar a todos los fanáticos del otro equipo, devastar los estadios y las ciudades que los albergan y provocar el apocalíptico final, ni siquiera por el elevado propósito artístico que presidió el incendio de Roma por el poeta Nerón, sino para que su Club cargue una copa de falsa plata o ver a sus once ídolos subidos en un podio, flamantes de ridículo en sus calzones y camisetas rayadas, las manos en el pecho y los ojos encandilados ¡cantando el himno nacional!

Mario Vargas Llosa

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y te has extendido...

Sólo puedo decir que yo monto bicicleta entre 1 a 2 horas por semana, jajaja, pero camino mucho!!!

Besos